Nayib Bukele se ha convertido en los últimos años en el rockstar de la derecha latinoamericana y sin dudas en el salvadoreño más famoso de la región. Un millenial que habla sin formalismos de viejo político, admirador de Trump y defensor del Estado no laico, abiertamente cristiano. La innegable popularidad de la que goza en su país, más allá de las acusaciones graves de violaciones a los derechos humanos, le aporta un gran capital político y mediático, resultado de su estrategia de mano dura en contra de las pandillas y el narcotráfico. Este alto nivel de aprobación, le ha permitido adueñarse de las instituciones del Estado y poder así, establecer un mecanismo inconstitucional para reelegirse recientemente, mismo que abordaremos más adelante.
El presidente de este pequeño país de seis millones de habitantes, a menudo ignorado fuera de Centroamérica, es aclamado en América Latina por sectores conservadores y reaccionarios como un modelo a seguir, sobre todo en temas de seguridad. Desde algunos guiños a la política de seguridad salvadoreña por parte de la ministra encargada de este rubro en el gobierno de Javier Milei en Argentina, hasta el llamamiento a abordar una política similar para combatir al narcotráfico por parte de prominentes seguidores de la candidata presidencial de la derecha, Xóchitl Gálvez, en México. Y todavía más allá, la abierta similitud en el plano carcelario del Plan Fénix de David Noboa en Ecuador. Sin embargo, en muchos casos, estas alabanzas al «modelo Bukele», resultan un espaldarazo entre las derechas latinoamericanas, son superficiales y demuestran el vasto desconocimiento sobre la historia de El Salvador, una historia marcada por la lucha social, la represión y la violencia. Para entender al fenómeno Bukele, y por qué es tan peligroso para la región, hace falta entender y hacer un repaso a El Salvador de las últimas décadas.
El huracán Bukele surgió del fracaso neoliberal y del reformismo
Aunque no muchxs lo saben, El Salvador contó con la guerrilla más grande América Latina: entre 1979 y 1992, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) encabezó una lucha popular contra la dictadura cívico-militar dirigida por el ejército y las élites criollas, una lucha que cobró alrededor de 60 mil vidas, y cuya inmensa mayoría fueron víctimas de la represión por parte de los escuadrones de la muerte de las Fuerzas Armadas; que torturaron, violaron y asesinaron a mansalva tanto a guerrillerxs como a periodistas, a opositores civiles y a miembros de la iglesia católica que osaron denunciar las violaciones a los derechos humanos.
Con el fin de la Guerra Fría y del interés estratégico de los Estados Unidos en la región -quien armó y financió al ejército de El Salvador en sus campañas represivas-, los acuerdos de paz de 1992 abrieron el camino hacia una democracia neoliberal, marcada por una apertura política sin resolución de las enormes problemáticas sociales y económicas de las mayorías salvadoreñas.
Fue durante estos años que el crimen organizado y la delincuencia se convirtieron en el problema social más grande del país. Durante la década de guerra, miles de jóvenes salieron de El Salvador rumbo a Estados Unidos, huyendo del conflicto y de la persecución paramilitar. A diferencia de refugiadxs de Nicaragua o Cuba, que recibían enormes facilidades y beneficios migratorios, lxs jóvenes salvadoreñxs fueron criminalizadxs, ilegalizadxs y discriminadxs, ya que huían de un gobierno aliado de los EEUU. De esta forma, algunxs de ellxs formaron en California bandas que traficaban crack, cometían robos o cobraban «protección» a negocios locales. Este fue el nacimiento de las llamadas «maras».
En los años noventa, el gobierno de Bill Clinton dio inicio a una deportación masiva de estxs jóvenes, que comenzaron a extender sus redes en El Salvador y a disputar el control territorial del país a los gobiernos neoliberales de ARENA, el partido fundado por el paramilitar Roberto Dabuisson, asesino de monseñor Oscar Arnulfo Romero, que gobernó el país de 1989 a 2009.
Luego de varios años de estrategia de mano dura que no pudo encontrar una solución a la crisis de seguridad, el FMLN, convertido en partido político, asumió el poder en el año 2009, logrando establecer programas sociales que beneficiaron a muchas personas marginalizadas, e intentando alcanzar un «cese al fuego» con el crimen organizado.
Sin embargo, el FMLN no pudo (o no quiso) impulsar una transformación más profunda de la estructura social y económica, que ayudara a combatir la enorme desigualdad de El Salvador. Además, los gobiernos del periodista Mauricio Funes (2009-2014) y el exguerrillero Salvador Sánchez Cerén (2014-2019) se vieron envueltos en varios casos de corrupción que mancharon su reputación, y encima, no fueron capaces de reducir de manera sostenida los niveles de violencia.
Es en este marco donde asciende la figura de Bukele, que se forma dentro de las filas del FMLN y con una administración positiva de la alcaldía de San Salvador. Con una efectiva política de marketing político, apelando a la juventud, a la frustración con la vieja clase política, y a una supuesta renovación y cambio de actitud al gobernar, Bukele capitalizó la creciente decepción del pueblo en el bipartidismo FMLN-ARENA y demostró sus enormes ansias de poder al construir un proyecto altamente personalista y familiar, colocando a sus primxs, hermanos y demás allegadxs en puestos clave del poder luego de ganar la presidencia en 2019.
El dictador más cool para las derechas latinoamericanas
Apenas tomó el poder, el auto nombrado «dictador más cool del mundo», puso en marcha su programa de captura Estatal. En el plano económico, en lugar de seguir la fórmula típica del neoliberalismo latinoamericano, de venta al remate de toda institución y empresa pública, el nuevo gobierno decidió impulsar proyectos de infraestructura y programas asistencialistas, financiados por prestamistas internacionales. Al mismo tiempo, su discurso político se fundamentó en dos grandes columnas: el llamado al nacionalismo y la soberanía, y la oferta al mejor postor del país a los nuevos grupos del siempre hambriento capitalismo financiero digital, con la inclusión del Bitcoin como moneda oficial en el país en 2021 como su expresión más notable (El Salvador tenía ya casi veinte años siendo una economía dolarizada, sin moneda nacional) . Estas medidas sentaron la base para contar con el apoyo de ciertos sectores burgueses y de la juventud, un apoyo necesario para desplegar su política en seguridad, basada en la mano dura, la arbitrariedad judicial con grandes montajes televisivos y el irrespeto a los derechos humanos.
En el plano legislativo y constitucional, Bukele impulsó, gracias a la mayoría calificada de su partido Nuevas Ideas, las reformas en la Asamblea Legislativa de El Salvador que le abrieron paso a un nuevo mandato. Estas reformas incluyeron el nombramiento de nuevxs magistradxs -bukelistas- de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia que fallaron a favor de una interpretación que permitió la reelección consecutiva de Bukele, incosnstitucional y en pleno régimen de excepción en activo. Así Nayib Bukele fue reelegido el pasado 4 de febrero con el 82.66 % del total de votos válidos y una participación del 52%, de acuerdo al Tribunal Supremo Electoral salvadoreño, en medio de un proceso viciado de origen y lleno de acusaciones de fraude.
Bukele ha sabido gestionar muy bien su estrategia comunicativa en redes sociales, vendiendo al pueblo salvadoreño una imagen de incorruptible, y como el nombre mismo de su partido lo indica, de «nuevas ideas»; para luchar en contra de la violencia, declarar el fin del conflicto armado en contra de las pandillas, y establecer la paz, que nunca antes tuvo El Salvador. Al exterior, este junior de la política, procura su imagen pagando a deleznables influencers e invitando a medios internacionales; a visitas guiadas a la nueva mega prisión de alta seguridad que construyó para blanquear su imagen, mostrando con vileza y falta de remordimiento alguno, su modelo carcelario sin respeto a los derechos humanos. “¿Derechos humanos de quién?” Preguntó en su discurso de reelección ante una plaza llena de simpatizantes, tanquetas, y drones que formaban en el cielo la figura de la gorra con la ene de Nayib.
El modelo Bukele resulta atractivo para las derechas latinoamericanas porque se basa en la justificación de una política de mano dura en contra de la delincuencia, la violencia y la corrupción. Pero la innegable y drástica reducción de la incidencia delictiva y la tasa de homicidios en El Salvador, no hubiera sido posible sin la declaratoria del estado de excepción en 2022, que otorgó poderes extraordinarios a las fuerzas armadas y policiacas y ha tenido como resultado el encarcelamiento de miles de personas inocentes y el establecimiento de juicios exprés y colectivos. En este marco, organizaciones defensoras de los derechos humanos, han documentado y denunciado los múltiples abusos cometidos por este régimen policiaco, que ha prometido extender el estado de excepción indefinidamente.
En el cercano México, se encienden las pasiones y añoranzas por la derecha más rancia y las producciones y montajes televisivos a la usanza de Genaro García Luna, encargado de la estrategia de seguridad en el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), y condenado en Estados Unidos por narcotráfico. Esta derecha y sus medios de comunicación afines, proponen a su candidata presidencial Xóchitl Gálvez en el actual proceso electoral, un modelo similar al de Bukele para reactivar la guerra en contra del narco. Un modelo además por encima de los derechos humanos, punitivista y entreguista a los Estados Unidos y a su industria de las armas, un modelo ya utilizado que ha dejado miles de personas asesinadas, desaparecidas y desplazadas.
En Ecuador, no es casualidad que ante el desmantelamiento de las políticas sociales de las primeras décadas del siglo XXI, y el exponencial aumento de la criminalidad y la violencia en los últimos dos gobiernos, la oligarquía ecuatoriana representada por el actual presidente Daniel Noboa; vea en el modelo Bukele un referente para la puesta en marcha de su reciente Plan Fénix. Un modelo también basado en la narrativa de una lucha del Estado en contra del «terrorismo» y el narcotráfico y que prevé la construcción de mega cárceles al estilo salvadoreño. Un modelo que pretende llevar a cabo una consulta popular para incrementar el poder de las Fuerzas Armadas y la policía, y que en el fondo criminalizará todo intento de protesta y lucha social, y afectará en mayor medida a las poblaciones empobrecidas y racializadas.
En Honduras, resulta preocupante que el gobierno de Xiomara Castro, de corte progresista, haya adoptado algunas de las prácticas bukelianas para enfrentar a las pandillas en su país, con la espectacularización de los arrestos masivos de presuntos miembros de las pandillas hondureñas.
El modelo Bukele hace que le brillen los ojitos a las derechas latinoamericanas porque se basa en el desmantelamiento de las instituciones del Estado para reforzar una figura presidencialista autoritaria a favor de las oligarquías, que permita resultados inmediatistas y electoreros, a costa de los derechos fundamentales de las personas, y a través de la criminalización de toda disidencia y movimientos sociales, como lo advierten colectivas feministas en El Salvador.
El modelo Bukele resulta atractivo a las derechas latinoamericanas porque comparten ese talante y pasado autoritario y dictatorial, mostrando su profundo racismo, clasismo, y desprecio hacia las clases populares. Ante esta derecha renovada, “cool”, moderna y millenial, el reto del campo progresista no es menor: no ceder en la disputa por la hegemonía cultural y por el sentido común que, para que represente un futuro donde quepamos las grandes mayorías, sigue teniendo que ser incluyente, amplio, redistributivo y solidario. En El Salvador y en todas partes.
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